Ahora, más monárquico que republicano

 

El anuncio realizado por el presidente Rajoy de la abdicación del rey Juan Carlos I el pasado 2 de junio, confirmado pocas horas después en la alocución televisada del Monarca, nos pilló a casi todo el mundo por sorpresa. Mientras el presidente del gobierno de España y el secretario general del PSOE se apresuraban a elogiar el compromiso inquebrantable del Rey con la democracia y las libertades, los líderes de algunos partidos minoritarios con representación en las Cortes –Lara y Llamazares (IU), Coscubiela (ICV) y Bosch (ERC)– se apresuraban a reclamar un referéndum para que “el pueblo decida si quiere monarquía o República. Iglesias (Podemos), recién elegido parlamentario europeo, interpretaba que la abdicación del Rey “aceleraba la descomposición del régimen político de 1978”, una aseveración, por una parte, gratuita ya que el artículo 57.5 de la Constitución contempla esta posibilidad, y, por otra, tan disparatada como si yo afirmara que la elección de Iglesias como eurodiputado, por muy preocupante que a mí me parezca, “acelera la descomposición del régimen de 1978”. Aquella misma tarde, algunos miles de ciudadanos se manifestaron festivamente en las plazas de muchas ciudades de España ondeando banderas republicanas.

De la nostalgia republicana a la Monarquía constitucional

Quienes por edad tuvimos ocasión de crecer y madurar durante el régimen franquista, sabemos muy bien las diferencias que median entre una dictadura y el “régimen político de 1978” que supuso el reconocimiento de derechos y libertades fundamentales, el establecimiento de garantías para su ejercicio, la configuración de un sistema de democracia representativa y la separación de poderes. Tras la muerte del dictador en 1975, la mayoría de las personas que habían mostrado desapego o rechazo hacia el régimen franquista (¡no tantas como a veces se da a entender!) miraban con desconfianza a Juan Carlos I y veían en la Monarquía impuesta por el dictador un obstáculo para el establecimiento de un sistema democrático en España. Casi todos se preparaban para una larga e incierta transición hacia la democracia cuya llegada se asociaba con la reinstauración de la República.

A la lógica prevención que inspiraba la impuesta restauración monárquica, se sumaba la percepción negativa de la acción de gobierno de los monarcas españoles durante el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. La Monarquía ni había logrado completar con éxito el tránsito de una monarquía absolutista a una monarquía constitucional, ni había sabido impulsar la modernización del Estado ni fomentar el progreso económico en términos comparables a los de otros estados europeos, monárquicos o republicanos. La sorpresa fue que la democracia se instauró en España en un tiempo record gracias al empeño de Juan Carlos I, a la sagacidad de unos pocos líderes políticos y militares provenientes del régimen franquista, como Fernández Miranda en las Cortes, el presidente Suárez en el gobierno, el general Gutiérrez Mellado en el Ministerio de Defensa, y a la disposición franca al diálogo y a la búsqueda de acuerdos de políticos opuestos al régimen franquista, como Carrillo secretario general del PCE, y González y Guerra, las figuras emergentes en el renovado PSOE. La Monarquía no sólo no constituyó en esos años decisivos de nuestra historia reciente un obstáculo para liquidar el régimen franquista, sino que fue pieza clave de su rápido y casi pacífico desmantelamiento. Nunca conoceremos todos los detalles ni despejaremos algunas incógnitas de la transición, pero apreciamos el feliz desenlace y sólo por ello muchos españoles que ni éramos juancarlistas ni monárquicos en 1975 estamos profundamente agradecidos al Rey y a todos los políticos que pilotaron con éxito el proceso y ayudaron a consolidar la democracia.

Desde 1978, España ha sido una monarquía constitucional que ha posibilitado a sus ciudadanos ejercitar sus libertades, elegir a sus representantes políticos y disfrutar de un notable progreso económico. La transición política acabó en 1982 cuando, abortado el intento de golpe de Estado de febrero de 1981, el PSOE ganó las elecciones legislativas en octubre de 1982 y González, su secretario general, fue investido presidente del Gobierno. Faltaba culminar el proceso de normalización política y económica a nivel internacional, y eso se logró cuando España ingresó en la Comunidad Económica Europea en enero de 1986. Toda una conjunción de circunstancias positivas, sin parangón en nuestra historia moderna y contemporánea, que han convertido a España en una monarquía constitucional cuyas instituciones funcionan con la misma normalidad que las de otros estados europeos, monarquías o repúblicas, a los que mirábamos todavía con sana envidia en 1975.

¿Monarquía o república?

Ningún sistema político es perfecto pero conviene ser justos y reconocer los méritos del que tenemos. Gracias a la Constitución de 1978, Lara y otros republicanos confesos pueden pedir un referéndum para que “el pueblo determine si quiere monarquía o república” y podrían incluso alcanzar su objetivo si contaran con el respaldo de la inmensa mayoría de los ciudadanos y los diputados necesarios para acometer la reforma constitucional que con tanta vehemencia exigen a otros, y que, por su especial trascendencia, podría ser objeto de referéndum. Apelar al ‘pueblo’ para exigir la convocatoria de un referéndum sobre el mantenimiento de la monarquía, cuando quien lo hace ya representa al pueblo español en el Congreso, revela el carácter demagógico de su propuesta.

El papel simbólico, moderador y representativo que nuestra Constitución otorga a la Corona no ha producido interferencias significativas en el funcionamiento de las instituciones del Estado, y pocos reproches cabe hacer al Monarca en este terreno. A los preocupados por los fastos y dispendios, les recordaría que el mantenimiento de la Casa Real consume una fracción insignificante de los Presupuestos Generales del Estado, probablemente menor de la que tendríamos que destinar al mantenimiento del presidente de la República. Y aunque su figura se ha visto salpicada en los últimos tiempos por la imputación de su yerno, me sumo a la opinión que expresó Marías hace unos días al respecto: “el Rey es más respetado por parte de un país con tendencias iconoclastas de lo que podría serlo cualquier presidente de la República”. Finalmente, quiero apuntar en el haber de Juan Carlos I la decisión de abdicar en su hijo. Más allá de las consideraciones personales que hayan podido incitarle a dar semejante paso, considero un gran acierto que el Monarca haya percibido que había llegado el momento de dar paso a las nuevas generaciones porque el tiempo, incluso para los reyes, no pasa en vano y nos va irremediablemente arrinconando. Un último gesto que le honra y pone broche de oro a un reinado que sólo merece nuestro agradecimiento.

Hay algunas cuestiones, sin embargo, que convendría atender y clarificar aprovechando el inicio del reinado de Felipe VI en una España ya normalizada, tan distinta de la que se encontró su padre. Aunque el carácter hereditario de la Corona es un rasgo que compartimos con países europeos tan escrupulosamente democráticos como el Reino Unido, Suecia, Bélgica, Holanda o Dinamarca, donde esta circunstancia no constituye un obstáculo al normal desenvolvimiento democrático, no se puede obviar que el carácter hereditario convierte a la Familia Real en una institución pública esencial de nuestro sistema político y que como tal sus actividades deberían estar contempladas en nuestro ordenamiento jurídico. Felipe VI ha recibido una excelente educación y todo indica que su conducta ha sido intachable hasta hoy. No obstante, asuntos tan importantes como la educación de sus sucesores o las actividades que pueden desempeñar los miembros de la familia Real, así como otros tan prosaicos como la liquidación de los presupuestos de la Casa Real, deberían regularse con transparencia y estar sujetos a la fiscalización de otros poderes del Estado.

CLEMENTE POLO.2014