Libertad y tecnología

Si hay una discusión constante en la ciencia ficción, esta es la del rol de las máquinas en nuestro futuro. Para muchos autores la automatización y la inteligencia artificial ha sido una fuente inigualable de distopías, mundos horribles en los que los individuos quedábamos sometidos, de una forma más sutil o más brutal, a nuestras propias creaciones. Para otros, el avance de la tecnología solo es un motor oculto, normalmente benigno, que ayuda a contar otras historias, sin asomo de rebelión. Curiosamente, dentro de la economía y de la economía política se ha producido un debate paralelo: nunca ha estado del todo claro qué deberíamos priorizar, si el hecho de que la tecnología es el ingrediente secreto y fabuloso del crecimiento o su capacidad para amenazar trabajos y empresas por igual. El dilema de la destrucción creativa: cuando hablamos de máquinas qué pesa más, creatividad o destrucción. La cuestión no tiene solución definitiva, pero sí una enjundia casi infinita.

A modo de premisa, para poder responderla debemos aceptar que hay un pequeño puñado de tareas que las máquinas, probablemente, no podrán hacer nunca en nuestro lugar. Pero hay otras muchas cosas que las máquinas no parece que vayan a ser capaces de hacer en un futuro próximo. Y hay aún más cosas en las que nos están ganando la partida. Empecemos por lo último. Porque es lo más sencillo.

Las máquinas que tenemos hoy en día que no requieren acción y supervisión humana constante para funcionar son entre bastante y muy competentes a la hora de hacer lo que podríamos llamar trabajos rutinarios. Contar cosas. Montar piezas en serie. Repetir movimientos. Contar aún más cosas, de maneras muy simples o muy complicadas. Mover objetos de un punto a otro en un espacio reducido y controlado. Por sí mismas, nuestras máquinas no son la cosa más inteligente del mundo. No tenemos demasiadas que sean capaces de algo parecido a tomar decisiones ante imprevistos. No por sí solas, desde luego. Tareas como conducir a través de una ciudad con tráfico constante se antojan aún lejanas. No digamos ya dirigir sin ayuda a un equipo de humanos (¡o de otras máquinas!) en la ejecución de un plan complejo que se enfrenta a situaciones de incertidumbre. Eso, de momento, se queda en el terreno de la ciencia ficción.

Esta separación entre lo que las máquinas van pudiendo y lo que no van pudiendo hacer, ahora y en los últimos veinte o treinta años, nos ha afectado a todos y cada uno de nosotros. No estoy hablando de hacernos la vida más fácil. Ni de abaratar precios de los productos que consumimos día a día, mes a mes, año a año. No. Hablo de nuestros puestos de trabajo. Siguiendo la peor de las pesadillas de Marx, las máquinas nos han sustituido. Pero también nos han complementado. Esta aparente contradicción no es tal: por un lado disponemos de máquinas que, con supervisión y uso humano constante, mejoran mucho la capacidad productiva de cualquier organización. Las solemos llamar ordenadores, pero no son las únicas. Por otro, están todas aquellas que, como decíamos arriba, pueden sustituirnos si nuestro trabajo era manual y rutinario. En definitiva, más ingenieros y menos obreros es lo que observamos en los mercados laborales occidentales. Aún más: puesto que las máquinas (aún) no son muy duchas en tareas simples pero no rutinarias, el número de trabajos también se está ensanchando por el lado inferior. Esta es la hipótesis central de un buen grupo de economistas, capitaneados por David Autor: la tecnología no nos hace libres. O no nos hace libres a todos por igual. A unos, los trabajadores de fábricas, la clase industrial, los hace presos del paro y de la retirada. A otros, la nueva clase obrera, les ofrece trabajos de baja cualificación y mal pagados. Y solo a unos pocos, formados en las artes computacionales, les brinda la oportunidad de crecer profesionalmente. Si algo nos hace la tecnología es, pues, desiguales.

Sí: las palabras clave en estos dos párrafos son «aún», «todavía», «hoy en día». Con esto podemos retomar la segunda aseveración: qué es lo que las máquinas no pueden hacer de momento pero podrían hacer en el futuro. No parece que conducir esté en esa lista. Ni barrer. Ni siquiera cortar el pelo, hacer la colada, comprar en el supermercado, regar las plantas, cuidar el jardín. De hecho, si uno presta atención a los avances de la tecnología en los últimos años pensaría justo lo contrario: que todas esas tareas están a punto de caramelo para las máquinas. Y que en cualquier momento van a dejar sin empleo a todas esas personas que no tienen otra forma de ganarse la vida. Que dependen de sus manos.

Pero esta sería, en cualquier caso, una agonía lenta. Pongámonos por un momento en la piel de un empresario. Disponemos de una cantidad determinada de euros para producir un bien o dar un servicio en particular. Para cubrirlo podemos utilizar (déjenme simplificar) un trabajador o una máquina. La máquina nos cuesta X, el trabajador nos sale por Y. Lo lógico es que, como queremos tener el máximo beneficio posible, empleemos al trabajador siempre que Y (su salario) esté por debajo de X. Pero hay un punto en el cual Y deja de poder bajar, simplemente porque el trabajador no estará dispuesto a trabajar por una cantidad irrisoria. Es en ese momento que la sustitución sucederá. Por eso las palabras clave eran «aún» y «todavía». Porque es probable que solo sea cuestión de tiempo que las máquinas aprendan a ser más baratas también en este campo.

Pero las máquinas jamás serán capaces de programarse a sí mismas. Déjenme matizar esto: no me refiero a que máquinas que construyan máquinas, programas cuyo producto son otros programas sean imposibles. Al contrario, su existencia hoy es casi banal. Hablo de que al final de la cadena de decisión siempre va a haber un ser humano (mientras no entremos en el terreno de Matrix, al menos). Esta misma lógica sirve para la inmensa mayoría de profesiones liberales: aunque exista una máquina potencial que pueda construir casas en serie, o un programa que ofrezca el mejor argumento posible para defender a un acusado de asesinato dadas las pruebas en su contra, el ejecutante siempre va a ser un individuo. Cuyo trabajo estará cada vez más valorado en tanto que su productividad aumente.

La creatividad se antoja otro territorio vedado para las máquinas. No es que un programa, con el suficiente tiempo disponible y destreza en su diseño, sea incapaz de generar un rosario infinito de novelas de Dan Brown. Es bastante probable que incluso llegase a un modesto Ken Follet. Al fin y al cabo para reproducir la mitad de la producción de ficción actual solo hace falta diseñar un algoritmo de mezcle de manera parcialmente aleatoria todos los argumentos de Shakespeare con contextos y personajes actuales. Más o menos. Pero en tal caso el autor del programa sería probablemente el autor reconocido. De hecho, la forma de razonar de muchos productores de ficción en serie se acerca mucho al algoritmo que he descrito. No parece que haya mucha variación en las películas producidas por Michael Bay, como no la había en las novelas de Danielle Steel. La demanda de artistas como individuos de referencia, por último, se antoja bastante inelástica.

El último vergel de trabajo humano es menos elegante que los anteriores. Simplemente hay una serie de tareas que no son particularmente ennoblecedoras, ni interesantes, ni gratificantes, ni requieren de una gran formación, pero en las que por alguna razón preferimos tener a humanos enfrente. Un dependiente en una tienda cualquiera es el ejemplo más claro. Ni Amazon ni las máquinas de venta automática van a ser capaces de sustituir completamente lo que ofrece un individuo tras un mostrador. Tampoco parece que el Estado vaya a estar dispuesto a sustituir a todos sus trabajadores, particularmente a aquellos que desempeñan su labor de cara al público, por programas o máquinas.

Los dos elementos que hacen imposible la colonización de lo automático son, por tanto, la existencia inevitable de incertidumbre y lo extremadamente reticentes que somos las personas a aislarnos del resto de seres humanos, sobre todo en lo que respecta a ciertas situaciones. A no ser que asumiésemos que somos capaces de construir una máquina bayesiana para cada set de problemas actuales y posibles a los que se enfrenta la humanidad, seguiríamos necesitando la curiosidad, la parcialidad y el interés individual y grupal a la hora de, simplemente, crear. Resolver los problemas de la incertidumbre y la interacción social constituyen la última frontera para las máquinas. Una frontera no traspasable a no ser que la diferencia entre un humano y un ordenador sea imposible de detectar con un test de Voigt-Kampff. O con una Feria de la Carne.

Aquí es donde la imaginación se desborda, y el argumento también. Donde la ciencia ficción nos dice que el futuro es de aquellas máquinas que no sabremos cómo distinguir de nosotros mismos, la economía-ficción apunta más bien a las raíces de una nueva, futura desigualdad. Al parecer, la clase media tal y como la conocemos se va evaporando muy poco a poco, a cada crisis y recuperación. Es la polarización. Esto no está sucediendo al mismo tiempo y por igual en todos los países, no: de momento, parece que los datos nos dicen que es allá donde el capital tiene menos restricciones (esto es, donde hay más desigualdad de partida y el Estado tiene una menor capacidad para regular e intervenir en la economía) donde el proceso es más pronunciado. Al mismo tiempo, los trabajadores del sector servicios se ven obligados a tirar por tierra sus salarios. Mientras tanto, directivos, creativos, ingenieros, programadores, pensadores ganan terreno y poder a medida que más bienes y más servicios dependen más y más de su trabajo. Y su talento para cumplir con las dos funciones que las máquinas no pueden cubrir: creatividad y relaciones humanas. Las desigualdades de partida, la suerte de los genes, de la imaginación y de las inclinaciones en la primera juventud jugarán un rol mucho más importante determinando el futuro de todos y cada uno de los siguientes humanos.

Pero probablemente lo más importante es que este movimiento hacia la tecnología implica a su vez un desplazamiento hacia la inversión en capital fijo frente al pago de salarios. Al fin y al cabo, si una hora de trabajo de una persona semicualificada o con una cualificación sustituible ya no rinde tanto, el dinero emigrará. Del trabajo al capital. Y con él lo hará también el equilibrio de fuerzas entre quienes disponen de liquidez y quienes solo tienen su fuerza de trabajo. Este desplazamiento será más pronunciado en la medida en que las rentas del capital superen en crecimiento al conjunto de la economía. Tal es la conclusión del maravilloso (y maravillosamente afrancesado) último libro del economista Thomas Piketty, que todos deberíamos hojear.

Qué hacer, se preguntó Lenin hace cien años. Qué hacer, nos deberíamos comenzar a preguntar nosotros, con un mundo en que la cantidad de capital, de talento y de suerte sean cada vez más determinantes para definir presentes y futuros. La respuesta desde la óptica de la justicia y la igualdad está clara: tasar y transferir. Tasar el capital, y tasar el talento, la suerte, la herencia y el entorno. Transferir de hogares afortunados a desafortunados, de capital a trabajo, a ser posible en una forma que asegure al máximo la igualdad de oportunidades. Nada que los suecos no hayan hecho ya. Evitar que la desigualdad se estire tanto y la divergencia se haga tan extrema que se convierta en una amenaza para la democracia representativa, que es probablemente el invento no técnico que más vidas ha mejorado en los últimos siglos. Evitar, en realidad, que una respuesta como la de Lenin (revolución) tenga el más mínimo sentido hoy o mañana. Una desigualdad excesiva, además de implicar un montón de problemas inmediatos para quienes salen perdiendo (o precisamente por ello), pone a las clases favorecidas más cerca de poder influir en el poder, y a las desfavorecidas más cerca de estar muy, muy enfadados por ser los perdedores constantes en el reparto del pastel. Si finalmente se confirma la senda aquí esbozada, nuestros sistemas impositivos y nuestros estados de bienestar deberían cambiar, estableciendo impuestos sobre el capital (como el que propone el mismo Piketty) y concentrando el gasto al máximo en evitar convertirnos en un mundo de mediocres, o de tontos, privilegiados. Y cuanto antes lo hagamos, más probable será que salga bien la cosa, porque menos beneficios se verán atacados.

Es posible que todo esto sea producto no de una imaginación desbordada, sino, al contrario, de la falta de imaginación. Al fin y al cabo, Marx se equivocó de cabo a rabo al prever que las generaciones futuras de obreros caerían en la más absoluta pobreza y desesperación. Erró al no entender que explotación y mejora de las condiciones de vida no son necesariamente conceptos antagónicos. Las demandas de los seres humanos, solos y en sociedad, son imprevisibles. Quizás surjan nuevas necesidades, nuevas oportunidades suficientes para proveer de trabajo manual y dignamente remunerado a una gran parte de la población. Quizás no nos convirtamos en una sociedad de rentistas y pobres peligrosamente desigual. Al fin y al cabo, lo aquí expuesto pertenece aún al género de la especulación. Pero la verdad es que fiarse a la suerte nunca ha sido la mejor estrategia para la humanidad.

Jorge Galindo. 2014