Estimados, os habréis dado cuenta de que en las últimas semanas estoy un poco pelma con el asunto de Kobane, la defensa de la ciudad contra el terror del Estado Islámico de Irak y Levante, la feroz resistencia de la peshmerga, el coraje con que los combatientes kurdos, hombres y mujeres, están haciendo frente a tanta barbarie y destrucción… Bien, lo reconozco: desde hace muchos años sigo con verdadero interés, con apasionamiento, el conflicto entre las organizaciones más representativas del pueblo kurdo y los sucesivos gobiernos de Turquía. Por dos razones: por simpatía hacia la causa de los kurdos y porque Turquía es un país cuya historia y presente me deslumbran; a veces, incluso, demasiado para lo que puede considerarse razonable.
Un personaje de Álvaro Cunqueiro, en su novela «El año del cometa», como tendiese a padecer severas lagunas de memoria y largos extravíos, se había tatuado en el pecho la siguiente inscripción: «Si me pierdo, que me busquen». Vale, si yo me pierdo que me busquen en cualquier café del Gran Bazaar, o en alguna tascucia colgante sobre el Bósforo, bajo los puentes que unen Asia con Europa en la Bizancio de los sueños inmortales y los laberintos de Perucho. Y es debido a esa fascinación, esa admiración desbordada por todos los años de mi vida, por lo que no puedo entender (o mejor dicho, no puedo conformarme), con la evidencia de que el gobierno de Erdogán está maniobrando con muy poca dignidad y está valiéndose de la brutalidad del EIIL para conseguir el infame propósito de librarse de unos cuantos miles de kurdos, atrapados en el infierno de Kobane.
Ese es el nombre de la muerte y, al mismo tiempo, de la esperanza: Kobane (o Kobani, o Kubani, Ayn-Al Arab o como queráis escribirlo). La muerte que día tras día cae sobre sus defensores, el horror de los saqueos, las decapitaciones, las crucifixiones, los cadáveres pudriéndose bajo el sol. También Kobane es la esperanza de detener el aluvión salvaje de EIIL, con ayuda o sin ayuda de los USA por medio de bombardeos y lanzamiento de armas y vituallas (al parecer con regular puntería). Son miles de peshmergas kurdos (es útil insistir, hombres y mujeres), los que esperan el permiso de Turquía para cruzar su frontera desde Irak, adentrarse en Siria y unirse a la lucha de sus hermanos que continúan peleando en este enclave que ya se ha convertido en un símbolo histórico de resistencia a la barbarie islamista. Parece que poco a poco el gobierno de Ankara va entrando en razón, presionado por los Estados Unidos, por algunos otros socios de la OTAN (no todos), y por la opinión pública internacional. (Por cierto, que en este ámbito de la opinión pública, cómo echo de menos a los intelectuales «comprometidos», «progresistas» y demás divinos que se abren la piel y echan sal en sus llagas en cuanto Israel lanza siete misiles contra Gaza, una actitud muy respetable y humanitaria, pero que al mismo tiempo tiempo poseen el don de la impasibilidad, el silencio desdeñoso desde las alturas, cuando el enemigo de la libertad, el genocida, el torturador, el asesino, no es el odiado soldadito israelí sino cualquier bon sauvage con turbante). En fin, a lo que vamos.
Estuve buscando alguna iniciativa de ayuda a los kurdos de Kobane en la famosa plataforma change.org, y apenas encontré nada. De su consecuencia, más conmovido que convencido de la utilidad del gesto, abrí una petición para exigir al gobierno de Ankara que deje de reprimir a los kurdos que intentan entrar en Siria y permita la llegada de ayuda militar y humanitaria a los defensores de Kobane. Hasta el momento se han recogido 45 firmas. ¿Pocas? ¡Poquísimas! ¿O quizás muchas? Para mí, también muchísimas. Sé que cada una de esas firmas significa que, al instante, llegará un correo electrónico a la embajada de Turquía en Madrid, con la siguiente petición:
«Cesen los ataques y detenciones contra la población y milicias kurdas. Faciliten la ayuda humanitaria y militar a los kurdos que combaten en Kobani contra el terror del Estado Islámico».
Cada una de esas firmas me ha emocionado. He imaginado (porque soy de mucho imaginar, inocente y malquisto con la realidad a secas), al embajador turco leyendo ese correo electrónico, diciéndose: «Vaya, otro coñazo de esos»; y hablando por teléfono con sus jefes en Ankara: «¿Qué tal por ahí, Ömer?» (el embajador se llama Ömer); y él, por respuesta: «Bien, bien… Están dando la lata con el asunto ese de Kobane, pero bien…». Sí, desde luego, 45 firmas son muchas, muchísimas. Podrían ser 46, o quizás llegaríamos a 50, si después de leer esta nota alguno se apuntara a las imaginaciones y fantasías constantinopolitanas, el ejército sin armas que, como los Comisionados Secretos de Perucho, decidían el destino de muchos, en Los laberintos de Bizancio, por la fuerza invisible de unos pocos.
Si alguien gusta, esta es la dirección de la batalla: