Maoríes en Cataluña

catalan-si-castellano-tambien Detengámonos un instante en la patética actuación del portavoz del gobierno catalán, señor Homs, quien, entre los incontables sinsentidos proferidos durante su comparecencia, le ha echado las cuentas a la UE para que también Bruselas sepa lo que se le debe a Cataluña. Y, así, como un avariento tendero de la Barcelona miserable de posguerra, se ha encajado la visera y ha informado que desde 1986, cuando España ingresó en la Comunidad, por cada euro que Cataluña ha pagado, le han sido devueltos apenas unos céntimos. Pese a ello, los catalanes continuarán pagando «con mucho gusto», remató obsequioso el portavoz, intentando de forma tan mezquina dar prueba del inflamado amor del nacionalismo independentista por esa Europa desdeñosa que, vaya por Dios, también le ha costado dinero a Cataluña. Europa ens roba o Stop a l’espoli europeu podrían ser los eslóganes de los nacionalistas cuando vean olímpicamente ignorada su pretensión de ingresar en la UE como nación independiente.

Pero lo grotesco no suele ser grave. Simplemente es penoso. Lo grave para los ciudadanos catalanes, para el resto de los españoles y para el conjunto de la comunidad europea, es la constatación de que estos llamados dirigentes políticos ignoran las reglas elementales por las que se conduce una sociedad civilizada. Y, desde esa ignorancia, se lanzan a decir a voz en cuello que no hay tribunales ni leyes que se opongan a la voluntad popular. Y lo dicen recostados, precisamente, sobre las estructuras legales que les están garantizando el ejercicio de su poder.

Únicamente tendría sentido su comportamiento si se proponen llamar a los catalanes a la rebelión y a la revolución, que no otra cosa es enfrentarse y derribar el edificio jurídico de una comunidad política y levantar desde cero una nueva estructura legal. O van a la rebelión o respetan el Estado de Derecho.

Pero, oídas las simplezas que se han escuchado desde que el TC ha suspendido la resolución del Parlamento catalán, no hay duda de que están dispuestos a contraponer la muchedumbre a la ley.

Porque lo que pretenden es que los tribunales tengan primero en cuenta lo que opina la muchedumbre –o lo que estos irresponsables dirigentes dicen que son los deseos de su pueblo– y luego emitan sentencia, no según la ley sino según esa «voluntad popular». El disparate es de tal magnitud que, independientemente de su imposible supervivencia en ningún foro civilizado, desacredita hasta el ridículo a toda esa clase política.

Su comportamiento de estos días recuerda al de los jugadores neozelandeses de rugby antes de comenzar un partido, con esa danza de guerra maorí con la que buscan intimidar al adversario. Pero, después de gritar como energúmenos, incluso ellos se someten religiosamente a las estrictas reglas del juego.