No puedo dejar de pensar en una idea que me trasladó hace apenas unos días un alto ejecutivo de una empresa del IBEX: “La globalización condena a las clases obreras a la pobreza”. Primero me negué a aceptar tal afirmación, en un intento de eludir el fatalismo que encierra; luego busqué argumentos para limitarla a un espacio o a un tiempo; y ahora, rendido a la evidencia de que la desigualdad es tan humana como la propia condición del ser vivo, dedico los esfuerzos de mi pensamiento a encontrar vías que rediman a una parte del Planeta de tener que trabajar para la otra, sin esperanza de desbordar su suerte.
Más allá de la formación como palanca para subir peldaños en la escalera social y de virtudes que actúan sobre el individuo, pero no sobre el grupo, como el esfuerzo y la voluntad de superación al que suele ir vinculado, todos los caminos me conducen a la tecnología.
En el siglo XIX la máquina de vapor, la tecnología más avanzada del momento, propició los cambios sociales más profundos de la historia, tal vez tan revolucionarios como lo fue para el hombre primitivo el descubrimiento del fuego y de las herramientas que le permitía fabricar esa nueva energía. De hecho, la fuerza del vapor impulsó sendos procesos de industrialización y urbanización. El primero permitió a los trabajadores de las fábricas agruparse y crear una conciencia de grupo; el segundo causó el destierro del régimen feudal ligado a la organización social y productiva del campo, una pirámide cuya base de poder era la propiedad de la tierra, no de los medios de producción para explotarla.
La revolución industrial catalizó un enorme proceso de creación de riqueza que, si bien no logró borrar las diferencias entre señores y vasallos, sí redujo la distancia entre clases capitalizadas y descapitalizadas y, sobre todo, entregó a los pobres una herramienta para dejar de serlo. Está científicamente demostrado que la industrialización redujo sustancialmente los índices de pobreza. Incluso desde una perspectiva ética tal progreso engrasaba la comprensión del enriquecimiento desproporcionado de los dueños de las fábricas o las minas.
Aunque la tecnología es el vector que lidera una nueva revolución social, aún no ha demostrado su capacidad para reducir la desigualdad. De hecho, tener o no acceso a ella es ya en sí mismo un factor de desigualdad. Como también lo es estar preparado o no para aprovechar las oportunidades que la innovación cataliza.
Comunicarnos más nos puede hacer más felices, pero no hace menos pobres a los pobres ni más ricos a los que ya lo son.
La Primavera Árabe es un buen ejemplo: no fueron las redes sociales las que provocaron las revueltas, pero sí les proporcionaron mecha y combustible para prender socialmente. Ni siquiera la ideología está en el origen de las protestas, sino esencialmente la desesperación de unos jóvenes ante la ausencia de oportunidades para mejorar su condición y sentirse útiles. Una vez que las protestas estallan, es lógico que se mezclen con reivindicaciones políticas, causas ideológicas o movimientos partidarios, pero su auténtico germen hay que buscarlo en unos jóvenes a los que se les niega la maduración laboral y, a través de ésta, también económica y social. De hecho, se resisten a ser clases obreras de por vida.
Es difícil encontrar en el mundo un régimen democrático cuyo gobierno no quiera en mayor o menor medida incrementar el nivel de vida de sus ciudadanos. Bien es cierto que algunos disuelven sus buenas intenciones en los ácidos de su incompetencia o que no pocos sitúan el beneficio colectivo muy detrás del suyo particular. Partiendo de la bondad intrínseca de la acción de gobierno, un poder ejecutivo responsable y comprometido de verdad en la lucha contra la desigualdad estructural armaría a la clase media con tecnología y le enseñaría a usarla en beneficio propio y de la comunidad. Porque si la base de la pirámide, de naturaleza esencialmente obrera, está condenada a la pobreza por la globalización, sobre la clase media pende la amenaza de su degradación. La historia enseña que cuando alguien resbala en la escalera suele arrastrar a otros en su caída.
Una clase media extendida y poderosa es una membrana que facilita la comunicación entre dueños y asalariados, actúa como freno de movimientos radicales y tiene un gran protagonismo en la cohesión de las comunidades. El término medio tiene la virtud de mostrar a los extremos un punto de encuentro comprensible y alcanzable.
La tecnología facilita a la clase media el control de las oligarquías, sean del tipo que sean, limita sus excesos, guía a los reguladores, filtra el ruido que engendra el malestar de quienes menos tienen y lleva mensajes a los que acumulan los mayores capitales. Es también una palanca para subir en la escala y acceder a los pisos superiores, allí donde el miedo a la turba prende con facilidad. Actúa como colchón en el que rebotan hacia abajo las actitudes radicales y hacia arriba los proyectos de superación.
Especialmente en el ámbito de la comunicación, la tecnología apodera a las clases medias para luchar por el bien común, que es el más democrático y con mayor capacidad para distribuir la riqueza, y de esta forma evitar que la condena de la base obrera sea eterna.
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Lo que parece evidente es que seguir hablando de clases no tiene mucho sentido. La lucha de clases está superada por la disolución de la clase obrera ¿quién quiere serlo, hoy día?
Otra cosa es tender puentes entre intereses encontrados pero recurri a las clases es reunciar a entender la realidad.
Aceptemos la realidad: la desaparición de la clase media y su transformación en una potencial clase de masa. La economía global de mercado va perfilando a sus nuevos consumidores. Los productos ya no van dirigidos a una clase media influyente y con poder adquisitivo, y la aparición de empresas denominadas low cost imponen nuevos modelos de mercado.
La Unión Europea se enfrenta al reto de asumir los valores de esta nueva economía sin perder su identidad como garante del estado del bienestar o renunciar y asumir como propio el modelo estadounidense, basado en la privatización de los servicios esenciales, con una fórmula muy simple: más servicios, más ocupación, menos Estado.
Podemos llorar por el bonito pasado o encarar el futuro.
En España y en todo el mundo la clase media desaparece (y la obrera se depauperiza) por el expolio a que la someten los gobiernos
¿por qué un 20% de IRPF?
¿por qué tengo que pagar impuestos por ganar dinero trabajando?
¿por qué un 21% de IVA?
¿por qué tengo que pagar impuestos por comprar comida?
¿por qué tengo que pagar seguridad social pública si yo quiero un seguro privado?
¿por qué tengo que financiar la sanidad y la educación de los demás?
IMPUESTOS: 0%
Los únicos impuestos que deben mantenerse son los especiales para con ellos mantener una mínima estructura estatal, limitada a defensa, seguridad y un reducidísimo poder legislativo-ejecutivo.
Todo lo demás DEBE ser pagado por quien lo use;
Las políticas del Gobierno se centran en enviar mensajes a las clases más desfavorecidas –inertes, en muchos casos– olvidando por completo a la clase media. Esta actitud supone una prostitución de lo que debe ser una sociedad equilibrada con mensajes como: Si no paga, le damos una casa; si no da de comer a sus hijos, lo harán en el colegio; ¿no tiene dinero? No se preocupe, usted nos dice que es pobre y le humillaremos dándoselo todo.
Así se obliga a competir a la baja y se ekimina la clase media. Es papa-Estado con su estela de corrupción y despilfarro, amen de inutilidad.
Una de las peores consecuencias de la crisis es la muerte de la clase media. No se trata de una muerte natural, es un asesinato cruel e incluso podríamos decir que es premeditado. La clase media es aquella que, históricamente, ha levantado países. Su desaparición es el principio del fin de una sociedad. Aquí asistimos con fuerza a la unión de los dos extremos, los ricos y los pobres, que estiran con fuerza y hacen una brecha justo por la mitad.
Armar tecnológicamente a la clase media http://t.co/aPoTliR0Hs